El hetsmek' como expresión simbólica de la construcción de los niños mayas yucatecos como personas
María Dolores Cervera Montejano
Resumen
A partir de la relación entre cosmovisión y etnoteorías parentales y su expresión en prácticas de crianza infantil me he aproximado a la construcción de la persona en los primeros años de vida entre los mayas de Yucatán. Centro este trabajo en la ceremonia de hetsmek’, ya que sugiero puede verse como expresión del papel que juegan las entidades anímicas y la agencia humana en las etnoteorías parentales, al tomar en cuenta la conformación de los niños. Los padres, apoyados en los padrinos, contribuyen simbólicamente a abrirle el camino al infante para que desarrolle las capacidades que definirán su entendimiento. En conjunto evocan las que caracterizan a los seres de maíz en el génesis maya. En particular, la responsabilidad y la adquisición de conciencia se relacionan con ik’, atributo que permite al individuo relacionarse con el mundo al igual que ool y cuyos significados múltiples y relaciones requieren mayor investigación para entender la construcción de la persona entre los mayas de Yucatán.
Palabras clave: niños, etnoteorías parentales, entidades anímicas, Yucatán
Introducción
Esta aproximación a la construcción como personas de los niños mayas de Yucatán surge del estudio de las etnoteorías de los padres sobre desarrollo, comportamiento y enfermedades en los primeros años de vida. Mi perspectiva se sitúa en la confluencia de la psicología y la antropología, en particular, de corrientes recientes que han contribuido a establecer puentes interdisciplinarios a partir de la incorporación del punto de vista etnográfico al estudio del desarrollo (por ejemplo, Rogoff 1990; Super y Harkness 1982) y, más ampliamente, el comportamiento humano (por ejemplo, D'Andrade y Strauss 1997; Quinn y Holland 1995; Shweder y LeVine 1997) en la primera, y la incorporación del estudio de los niños a la etnografía (por ejemplo, Gottlieb 2004; Morton 1996), la lingüística antropológica (por ejemplo, de León 2005; Schieffelin y Ochs 1995) y la arqueología (Baxter 2001; Schwartzman 2006).
Las mencionadas corrientes se caracterizan por concebir el ser humano como agente activo constructor de cultura, el desarrollo infantil como proceso estructurado culturalmente y, por tanto, reflejo de las ideas que una sociedad construye en torno a la niñez y la paternidad/maternidad, y a las etnoteorías parentales como mediadoras entre el niño y su cultura. Llamadas ideas o creencias por algunos autores (ver revisión de Goodnow y Collins 1990), coincido con Harkness y Super (1992) en denominarlas “etnoteorías”, ya que enfatizan su carácter de construcciones y su relación con otros aspectos de la cultura. Las conceptualizan como modelos culturales (Quinn y Holland, op. cit.) específicos de una etapa de la vida humana que los padres edifican al enmarcar su experiencia individual en los saberes y experiencias colectivas de su comunidad. Por tanto, postulan que funcionan como interpretaciones de la realidad que guían la acción parental en la tarea del crecer a los hijos, y se expresan en las prácticas de cuidado y crianza más las características de los entornos físico y social en los que y con los que interactúan los niños (Harkness y Super, op. cit.).
En cuanto a la relación de las etnoteorías con otros aspectos de la cultura, aunque algunos investigadores han discutido la relevancia de la cosmovisión como modelo cultural general del que derivan los específicos a la niñez y la paternidad/maternidad (Dasen 2003; Nsamenang 2003; Zimba 2002), solo unos cuantos han estudiado su relación. Super y Harkness (2003) mostraron cómo las cuatro visiones o hipótesis del mundo propuestas por Pepper (1942) (formalista, mecanicista, contextual y organicista) subyacen en las teorías sobre desarrollo infantil actuales y cómo los padres estadounidenses construyen sus etnoteorías seleccionando una de ellas a partir de su experiencia personal y nivel educativo. Zeitlin (1996) demostró que un conjunto de prácticas de alimentación, calificado como abuso o negligencia desde la mirada externa, tiene su fundamento en la obligación de los padres de conducir las almas que reencarnan en los niños hacia el respeto de los ancestros que se las heredan. Desde la antropología cultural, Gottlieb (op. cit.) realizó una etnografía de infantes beng —niños menores de un año— de Costa de Marfil y mostró que, de acuerdo con su cosmovisión, desarrollan una vida espiritual muy activa, pues durante esta etapa su alma transita de la otra vida a la terrenal y cómo este tránsito se manifiesta en sus movimientos y gestos. En México, de León (ver 2005 para una compilación de sus estudios) ha mostrado que el desarrollo infantil se relaciona con una de las almas que poseen las personas zinacantecas, aunque no se refiera explícitamente a la cosmovisión; en mi trabajo en Yucatán he encontrado que características de temperamento o estilo de comportamiento como la respuesta inicial a personas extrañas, el estado de ánimo y la facilidad para tranquilizarse pueden variar dependiendo de las etnoteorías en torno a la fragilidad de los niños pequeños (Cervera y Méndez 2006).
En síntesis, el estudio de las etnoteorías parentales y del proceso de desarrollo infantil, desde enfoques interdisciplinarios, muestra cómo se organizan culturalmente la variabilidad y potencialidades propias de la especie humana, que se expresan en las características individuales de los niños y su capacidad para participar en el intercambio y creación de significados desde el nacimiento, privilegiando ciertas habilidades, comportamientos, formas de conocer y expresarse. La conceptualización de las etnoteorías como modelos culturales específicos derivados de uno más general, la cosmovisión, contribuye a entender los presupuestos que las sociedades humanas construyen en torno a las características que definen a la persona en las diferentes etapas de su vida, sea terrenal o supraterrenal.
Es esta la perspectiva desde la que planteo mi investigación y a la que he incorporado las aportaciones de estudios en grupos mayas pasados y presentes y, de forma más general, en los pueblos mesoamericanos. Aquí presento parte de los resultados de un proyecto sobre temperamento1 de niños que oscilan entre los 4 y 36 meses de edad, además de etnoteorías y prácticas parentales, realizado en dos comunidades de los entornos ecológicos históricamente más contrastantes del estado de Yucatán: la zona milpera y la zona henequenera. Específicamente presento información de entrevistas, formales e informales, y observaciones etnográficas realizadas a un subgrupo de 17 madres de las 159 participantes en Popolá, comunidad seleccionada de la zona milpera; y de una ceremonia de hetsmek’ a la que fui invitada junto con el equipo de trabajo. El objetivo es sugerir relaciones entre las etnoteorías y uno de los conceptos centrales de la cosmovisión maya, como es el de almas o entidades anímicas, que ha sido escaso o nulamente estudiado entre los mayas de Yucatán. Estructuro el trabajo ubicando mis resultados en el contexto de los de otros estudiosos de grupos mayas, la mayoría de enfoque etnográfico. Primero describiré brevemente dos conceptos centrales de las etnoteorías parentales: su expresión en prácticas de crianza y su influencia en el comportamiento, para continuar con la descripción y análisis de la ceremonia de hetsmek’ como expresión simbólica de la construcción de los niños como personas.
Etnoteorías parentales
a) Entendimiento
Al igual que en un estudio realizado en otra comunidad milpera de Yucatán, y en la comunidad que trabajé de la zona henequenera, las madres de Popolá me describieron el desarrollo infantil como el despliegue del entendimiento, na’at en maya, que va desde su total ausencia al nacimiento —ma’ tóop’ u na’at, aún no le brota o no tiene abierto su entendimiento—, manifestado en “puro dormir, llorar y comer hacen”, hasta que entre los 10 y 12 años se dan cuenta de las consecuencias de su comportamiento, se responsabilizan de las labores que corresponden a su género y las realizan sin supervisión —yaan u na´at, tiene entendimiento—. Lo describen como un proceso gradual, progresivo y natural que depende de fuerzas internas, innatas (Gaskins 1996, 1999), o como me aclaró una de ellas “así como amanece, así van teniendo entendimiento” (Cervera y Méndez, op. cit.).
Aunque distinguen entre tener y no tener entendimiento, reconocen las habilidades que los niños desarrollan como signos de más entendimiento —por ejemplo, seguir con la vista a la mamá, llorar cuando les dejan solos, pedir lo que les gusta de comer, entender lo que ven, obedecer—. Entre los dos y cuatro meses de edad los niños son capaces de reconocer a sus madres, vocalizar, sonreír, fijar su atención y seguir con la mirada a quienes se dirigen a ellos. Las madres me describieron esta etapa como t’su ho’op’o’ol u yaantal u na’at, que literalmente significa “acaba de comenzar a tener entendimiento”, luego me explicaron que esos comportamientos son intentos de los infantes por responder y comunicarse. Me aclararon que es necesario hablarles para que su entendimiento se desarrolle más rápido, aun cuando apenas comiencen a tenerlo. Entre los tres y cuatro años de edad, las madres me dijeron que los niños ts’u k’ahal u yiik’o’ob acaban de recordar su viento o aliento de vida; las madres me compartieron que a esa edad sus hijos e hijas ya tienen suficiente entendimiento para empezar a darse cuenta de las consecuencias de su comportamiento y aprender las labores del hogar.
Las madres se refirieron al comportamiento de los niños —y en general de las personas— como “modos”, y distinguieron uts u, modos o buenos/bonitos modos, y k’asan u, modos o malos/feos modos. Los niños con buenos modos son respetuosos, obedientes, generosos, no molestan a su mamá, la dejan trabajar, y cuando ya empiezan a contribuir a las labores del hogar lo hacen sin que tengan que decirles. Los niños con malos modos son, por el contrario, groseros, desobedientes, tercos, cicateros —tacaños—, pegan, hacen su genio, es decir, hacen berrinches y “hasta se tiran en el suelo”, no quieren ayudar en las labores del hogar. Señalan que van apareciendo conforme van teniendo más entendimiento y que les viene de los padres o de parientes cercanos, aunque también los pueden aprender de otros niños, especialmente los malos modos, o pueden reforzarse o modificarse con ciertas prácticas de crianza (Cervera y Méndez
Estudios entre mayas tsotsiles (Arias 1975; de León, op. cit.; Gossen 1989; Guiteras 1986; Nash 1970; Vogt 1993), tseltales (Stross 1972) y quichés (Pye 1986) muestran, directa o indirectamente, que el desarrollo también se concibe como entendimiento, pero se le relaciona con una de las entidades anímicas, alma, coesencia o conciencia, que conforma a la persona. Los estudios que mejor documentan las etnoteorías parentales, además de su expresión en prácticas de crianza y cuidado y su relación con el desarrollo del lenguaje, son los realizados por de León en Zinacantán (2001; op. cit.).
Al igual que Arias (op. cit.), encuentran que el proceso de desarrollo se describe como la llegada del ch’ulel o del entendimiento. Se trata de un proceso central en la conformación de la persona mediante el cual los niños co-construyen con sus padres y cuidadoras las competencias cognitivas, afectivas y sociales para participar plenamente en su comunidad cultural. Como lo han descrito otros estudiosos de comunidades tsotsiles ya citados, el proceso involucra la fijación del ch’ulel al cuerpo en el que fue implantado en la etapa fetal por los dioses ancestrales, quienes lo tomaron del depósito de almas de personas fallecidas que guardan en la montaña.
Los padres lo consideran un proceso gradual e innato y distinguen tres etapas: “todavía no tiene alma”, “entendimiento… ya viene el alma”, “el entendimiento… ya tiene alma, entendimiento” (de León, op. cit:58) e identifican su paulatina llegada a través de las habilidades desarrolladas por el niño. Argumento que su carácter innato puede entenderse por el papel que juegan las almas en la vida y destino de los seres humanos (Gossen 1994; López Austin 1989, 1994; Pitarch 1996). El lenguaje es un elemento central de la socialización y signo de madurez e inteligencia. Sin embargo, tanto entre los tsotsiles como entre los tseltales, no solo las expresiones verbales de los niños sino también las no verbales se interpretan como intentos comunicativos; la pronta respuesta a ellos influye en el estado físico y emocional del ch’ulel. Los padres tsotsiles consideran que, entre tres y cinco años, los niños ya tienen la capacidad de darse cuenta de las consecuencias de su comportamiento y aprender las labores del hogar.
En la única etnografía dedicada a las almas o conciencias, como las denomina Pitarch (1996), y sin referirse a los niños más que colateralmente, describe que la persona tseltal posee tres: ave corazón, ch’ulel y lab. Las dos últimas son implantadas en el individuo en la etapa de desarrollo fetal. El lab es heredado del abuelo al nieto, considerado su repuesto en la vida terrenal, aunque su número y tipo —pueden ser personajes, animales, fenómenos naturales u objetos— varía entre uno y trece dependiendo del estatus y poder del individuo. Describe que el ch’ulel se asocia con las emociones y sentimientos, tanto los innatos que caracterizan a la persona como los asociados con estados transitorios. El ch’ulel y, por tanto, los sentimientos residen en el corazón; estos se consideran un tipo de conocimiento que implica recordar algo que ha sido aprehendido previamente. En contraste, la razón, el entendimiento, tienen su asiento en la cabeza y se van adquiriendo a través del aprendizaje sensorial. En el caso del lab señala que ciertos rasgos de la persona, especialmente físicos, guardan relación con el tipo o tipos que poseen.
b) Vulnerabilidad
Las madres de Popolá me explicaron que los niños son especialmente vulnerables a las enfermedades y la muerte en los primeros tres a cuatro años de vida, en particular en el primero, porque “están débiles”. Además de los malos vientos que pueden afectar a niños y adultos por igual, me describieron enfermedades exclusivas de la infancia: el daño al ombligo en la primera semana de vida, hak’olal —susto o enfermedad de puro llorar—, el riesgo de muerte por cierta ave nocturna en los primeros meses de vida, y el mal de ojo, en especial en los primeros tres a cuatro años (Cervera 2007)2. En Chiapas y Guatemala, los padres también consideran vulnerables a los niños durante los primeros años de vida. Sin embargo, la vulnerabilidad se relaciona con la naturaleza fría de los seres humanos al nacer y a la mayor probabilidad de perder el ch’ulel por no estar todavía bien fijado al cuerpo en el que fue recientemente implantado y, aunque al igual que en Yucatán describen los malos vientos y el mal de ojo, su preocupación central es la pérdida del alma (de León, op. cit.; Guiteras, op. cit.; Nash, op. cit.; Pye, op. cit.; Vogt, op. cit.).
Entre los mayas yucatecos, tsotsiles y quichés, madre y niño permanecen recluidos en el hogar después del nacimiento, variando el periodo de encierro entre 15 y 40 días posparto. Aunque el cuidado de los niños pequeños es responsabilidad principal de la madre, participan en esta tarea otros miembros de la familia, especialmente del género femenino: hermanas, tías, abuelas. Los niños son monitoreados constantemente y la interacción entre la madre u otras cuidadoras y el niño pequeño se caracteriza por el contacto físico, la lactancia materna a libre demanda y las respuestas contingentes (Cervera 1994; de León, op. cit.; Pye, op. cit.).
Las madres de Popolá cargan a los niños a los primeros signos de llanto, aun a costa de que se hagan chechones, es decir, lloren constantemente y no las dejen hacer sus labores domésticas. Durante los primeros cinco o seis meses de vida envuelven a los infantes para dormir, bastep’, y evitar que se asusten y enfermen de hak’olal. Para proteger a los niños del mal de ojo, les colocan amuletos elaborados con semillas de ramón, ox en maya, Brosimum alicastrum, entre otros elementos, y evitan que los niños se acerquen a personas extrañas o que estas se les arrimen (Cervera, op. cit.). Pronto ellos mismos las evitan y el aprendizaje se refleja en una frecuencia significativamente mayor de respuestas iniciales de alejamiento frente a desconocidos que la encontrada en los niños de la comunidad estudiada en la zona henequenera. Las madres de Popolá interpretan esta respuesta como miedo, en contraste con las de la comunidad henequenera que la ven como vergüenza y, además, no manifiestan gran preocupación por el mal de ojo (Cervera y Méndez, op. cit.). Esta diferencia muestra cómo se construye culturalmente el significado de un comportamiento que ha sido observado entre los 10 y 18 meses en niños de muy diversas comunidades culturales, el miedo a personas extrañas (Sroufe 1977), así como la influencia que pueden tener los procesos de integración a la sociedad nacional entre poblaciones de una misma comunidad cultural.
Entre los tsotsiles, la importancia del cuidado y fortalecimiento del ch’ulel se expresa desde el alumbramiento, “amarrando” al recién nacido para que no huya; poniendo a los niños collares de ámbar para prevenir el mal de ojo; previniendo que se caigan o tropiecen y realizando una serie de acciones para recuperar su alma si esto sucede (Guiteras, op. cit.), recurriendo a rutinas verbales de provocación de miedo, vergüenza y enojo que, también, guían el aprendizaje de la expresión y manejo de las emociones (de León, op. cit.).
Para ayudar a que los niños desarrollen el lenguaje, en Yucatán se desenrolla el fruto del sutup, Helicteres baruensis Jacq., sobre la lengua del pequeño o se le da a beber la primera agua que se extrae de un pozo recién abierto. Los tsotsiles le dan de comer al niño las migas que caen del pico de un loro para corregir problemas del habla (Guiteras, op. cit.). Aprenden a través de la participación y observación, más que a partir de la instrucción verbal directa como se observó en el aprendizaje del uso del telar de cintura entre niñas de Zinacantán (Greenfield 2004). Participan desde muy temprana edad en complejas interacciones poliádicas y diádicas a partir de las que incorporan, a través del lenguaje, la manera zinacanteca de ser y orientarse en el espacio y en y con la comunidad cultural (de León 2001; , op. cit.), o aprenden a atender varios eventos de forma simultánea como sus madres entre los tzutuhiles de Guatemala (Rogoff, Mistry et al. 1993).
También los padres ayudan al aprendizaje de sus hijos mediante acciones simbólicas. Entre los tsotsiles (Guiteras, op. cit.) y los tzutuhiles (Paul y Paul 1975), la partera presenta o pasa por las pequeñas manos del recién nacido una serie de objetos de acuerdo con su género. Entre los mayas de Yucatán se realiza una ceremonia llamada “hetsmek’”, durante la cual se carga al neonato por primera vez de la manera tradicional maya yucateca, a horcajadas en la cadera o hetsmek’. No obstante que la ceremonia varía según los entornos ecológicos y al interior de éstos, cuatro elementos son comunes: a) los padrinos; b) a los tres meses a las niñas las pasan por las tres piedras del fogón y a los cuatro meses los niños pasan por las cuatro esquinas de su milpa; c) la noción de que al abrir por primera vez sus piernas al ser cargados en hetsmek’ será capaz de caminar rápido, es decir, que hará su trabajo con prontitud y bien; d) la presentación de objetos al infante de acuerdo con su género —coa, sabucan, machete a los niños; ollas, hilo, agujas a las niñas; lápiz, cuaderno, libro a ambos—, como también lo hacen tsotsiles y tzutuhiles. Además de ser la ceremonia más practicada entre la población maya de Yucatán, incluso por quienes viven en comunidades donde son minoría, así como por profesionales de clase media que residen en la ciudad de Mérida y quienes emigran a los Estados Unidos (Bracamonte, Lizama et al. 2005; Fortuny 2004; López S. 2006); también es practicada por los lacandones, quienes la nombran mekik utiar, y por los chontales de Tabasco, quienes la llaman xek-meke (Boremanse 1998; Villa Rojas 1985).
El hestmek' de Imelda
Imelda era una niña de cuatro meses de edad. Fue su madrina, participante en el estudio, quien con gran entusiasmo y orgullo invitó al equipo al hetsmek’ de la pequeña3.En las entrevistas etnográficas y en las pláticas informales durante la ceremonia, los padres explicaron que se lleva a cabo para que los niños crezcan abusados, utia’al ka ch’íihlo’ob le paalalo’ob áabusados, en otra versión utilizaron la expresión: utial ka’ k’ahak yiik’o’b seeb, que literalmente significa “para que recuerden rápido”, aunque los padres bilingües lo tradujeran como “para que sean más abusados”. Asimismo me explicaron que el hetsmek’ también sirve para que utia’al u chich u xíimbal, caminen rápido. Cuando llegamos, la madrina de Imelda ya había colocado una mesa en el solar frente a la puerta trasera de la casa, sobre ésta fue colocando una vela, una jarra de horchata, varios vasos, algunos con horchata y uno con ron, una pequeña imagen de San Martín de Porres y tres tipos de alimento cuyo significado nos explicó de forma similar que las madres a quienes entrevistamos
Figura 1. Mesa y elementos para la ceremonia de hetsmek’ (dibujó Rocío Saide).
Los alimentos: a) k’ah, pinole, para que recuerde su memoria, utia’al u k’ahal u memoria; para que recuerde, utia’al u k’aha ti’, y utia’al u k’ahal u yiik’, literalmente “para que recuerde su viento, hálito”; que los padres bilingües tradujeron “para que sean inteligentes o abusados”. El pinole era de maíz blanco y maíz amarillo. b) xtop’, pepita gruesa de calabaza, ka’, Cucurbita argyrosperma, para que así como se abre cuando la tuestan en el comal así se abra su habla fácil, alegre, sus palabras broten, muchas cosas broten de su pensamiento, jex bey kun wak’lo’ob kan ak’eek ti’ le xamacho’, bey kun noh t’aan, chéen ch’aabil, ki’mak óol, bey kun tóop´ u t’aano’ob; utia’al u xik u tuukul ya’ab ba’alo’ob. c) chakbil he’, huevo duro para que se abra su pensamiento, utia’al u he’kal u tuukul; se abra su inteligencia, ku he’kal u inteligencia, y para que aprenda muchas cosas, utia’al u kanik ya’ab ba’alo’ob.
Al llegar, la madrina nos mostró la mesa en el solar y nos invitó a sentarnos dentro de la casa. Poco después arribaron Imelda y sus padres. La pequeña vestía hipil y estaba dormida, por lo que la ceremonia hubo de esperar a que despertara (figura 2). Cuando lo hizo, su madrina la llevó a otra habitación donde la vistió con un vestido verde, uno de los regalos de hetsmek’ que le hicieron ella y su esposo. Al regresar, la madrina entregó la pequeña Imelda a su madre y la ceremonia dio comienzo.
Figura 2. Imelda, sus padres y hermano —sentados a la izquierda— recién llegados a casa de los padrinos, y una familia invitada. Imelda dormía y vestía hipil. Sobre el altar se encuentra la imagen de San Martín de Porres que después fue llevada por la madrina a la mesa colocada en el solar (fotografía M. D. Cervera).
El tío de la madrina fungió como rezador. Inició la ceremonia dirigiendo el rezo con un Padrenuestro y tres Avemarías, parado inmediatamente frente al altar junto con Imelda, sus padres y padrinos (figura 3). Algunos invitados nos situamos atrás de ellos. Al terminar el rezo, la madrina cargó a Imelda y junto con su esposo siguió a los padres hacia el solar. Detrás fuimos los invitados. Una vez frente a la mesa4, la madrina cargó por primera vez a Imelda en hetsmek’ sobre su cadera izquierda e inició la primera de nueve vueltas, recorridas en sentido contrario al giro de las manecillas del reloj, alrededor de la casa, utilizando las puertas delantera y trasera para entrar y salir por ellas, y regresar a su punto de partida frente a la mesa.4 Durante el recorrido la siguieron un grupo de niños de ambos géneros, siendo niñas la mayoría. Cada vez que regresaba a su punto de partida frente a la mesa tomaba un poco de pinole y huevo duro, y le daba una pequeña probada a Imelda.
A partir de la relación entre cosmovisión y etnoteorías parentales y su expresión en prácticas de crianza infantil me he aproximado a la construcción de la persona en los primeros años de vida entre los mayas de Yucatán. Centro este trabajo en la ceremonia de hetsmek’, ya que sugiero puede verse como expresión del papel que juegan las entidades anímicas y la agencia humana en las etnoteorías parentales, al tomar en cuenta la conformación de los niños. Los padres, apoyados en los padrinos, contribuyen simbólicamente a abrirle el camino al infante para que desarrolle las capacidades que definirán su entendimiento. En conjunto evocan las que caracterizan a los seres de maíz en el génesis maya. En particular, la responsabilidad y la adquisición de conciencia se relacionan con ik’, atributo que permite al individuo relacionarse con el mundo al igual que ool y cuyos significados múltiples y relaciones requieren mayor investigación para entender la construcción de la persona entre los mayas de Yucatán.
Palabras clave: niños, etnoteorías parentales, entidades anímicas, Yucatán
Introducción
Esta aproximación a la construcción como personas de los niños mayas de Yucatán surge del estudio de las etnoteorías de los padres sobre desarrollo, comportamiento y enfermedades en los primeros años de vida. Mi perspectiva se sitúa en la confluencia de la psicología y la antropología, en particular, de corrientes recientes que han contribuido a establecer puentes interdisciplinarios a partir de la incorporación del punto de vista etnográfico al estudio del desarrollo (por ejemplo, Rogoff 1990; Super y Harkness 1982) y, más ampliamente, el comportamiento humano (por ejemplo, D'Andrade y Strauss 1997; Quinn y Holland 1995; Shweder y LeVine 1997) en la primera, y la incorporación del estudio de los niños a la etnografía (por ejemplo, Gottlieb 2004; Morton 1996), la lingüística antropológica (por ejemplo, de León 2005; Schieffelin y Ochs 1995) y la arqueología (Baxter 2001; Schwartzman 2006).
Las mencionadas corrientes se caracterizan por concebir el ser humano como agente activo constructor de cultura, el desarrollo infantil como proceso estructurado culturalmente y, por tanto, reflejo de las ideas que una sociedad construye en torno a la niñez y la paternidad/maternidad, y a las etnoteorías parentales como mediadoras entre el niño y su cultura. Llamadas ideas o creencias por algunos autores (ver revisión de Goodnow y Collins 1990), coincido con Harkness y Super (1992) en denominarlas “etnoteorías”, ya que enfatizan su carácter de construcciones y su relación con otros aspectos de la cultura. Las conceptualizan como modelos culturales (Quinn y Holland, op. cit.) específicos de una etapa de la vida humana que los padres edifican al enmarcar su experiencia individual en los saberes y experiencias colectivas de su comunidad. Por tanto, postulan que funcionan como interpretaciones de la realidad que guían la acción parental en la tarea del crecer a los hijos, y se expresan en las prácticas de cuidado y crianza más las características de los entornos físico y social en los que y con los que interactúan los niños (Harkness y Super, op. cit.).
En cuanto a la relación de las etnoteorías con otros aspectos de la cultura, aunque algunos investigadores han discutido la relevancia de la cosmovisión como modelo cultural general del que derivan los específicos a la niñez y la paternidad/maternidad (Dasen 2003; Nsamenang 2003; Zimba 2002), solo unos cuantos han estudiado su relación. Super y Harkness (2003) mostraron cómo las cuatro visiones o hipótesis del mundo propuestas por Pepper (1942) (formalista, mecanicista, contextual y organicista) subyacen en las teorías sobre desarrollo infantil actuales y cómo los padres estadounidenses construyen sus etnoteorías seleccionando una de ellas a partir de su experiencia personal y nivel educativo. Zeitlin (1996) demostró que un conjunto de prácticas de alimentación, calificado como abuso o negligencia desde la mirada externa, tiene su fundamento en la obligación de los padres de conducir las almas que reencarnan en los niños hacia el respeto de los ancestros que se las heredan. Desde la antropología cultural, Gottlieb (op. cit.) realizó una etnografía de infantes beng —niños menores de un año— de Costa de Marfil y mostró que, de acuerdo con su cosmovisión, desarrollan una vida espiritual muy activa, pues durante esta etapa su alma transita de la otra vida a la terrenal y cómo este tránsito se manifiesta en sus movimientos y gestos. En México, de León (ver 2005 para una compilación de sus estudios) ha mostrado que el desarrollo infantil se relaciona con una de las almas que poseen las personas zinacantecas, aunque no se refiera explícitamente a la cosmovisión; en mi trabajo en Yucatán he encontrado que características de temperamento o estilo de comportamiento como la respuesta inicial a personas extrañas, el estado de ánimo y la facilidad para tranquilizarse pueden variar dependiendo de las etnoteorías en torno a la fragilidad de los niños pequeños (Cervera y Méndez 2006).
En síntesis, el estudio de las etnoteorías parentales y del proceso de desarrollo infantil, desde enfoques interdisciplinarios, muestra cómo se organizan culturalmente la variabilidad y potencialidades propias de la especie humana, que se expresan en las características individuales de los niños y su capacidad para participar en el intercambio y creación de significados desde el nacimiento, privilegiando ciertas habilidades, comportamientos, formas de conocer y expresarse. La conceptualización de las etnoteorías como modelos culturales específicos derivados de uno más general, la cosmovisión, contribuye a entender los presupuestos que las sociedades humanas construyen en torno a las características que definen a la persona en las diferentes etapas de su vida, sea terrenal o supraterrenal.
Es esta la perspectiva desde la que planteo mi investigación y a la que he incorporado las aportaciones de estudios en grupos mayas pasados y presentes y, de forma más general, en los pueblos mesoamericanos. Aquí presento parte de los resultados de un proyecto sobre temperamento1 de niños que oscilan entre los 4 y 36 meses de edad, además de etnoteorías y prácticas parentales, realizado en dos comunidades de los entornos ecológicos históricamente más contrastantes del estado de Yucatán: la zona milpera y la zona henequenera. Específicamente presento información de entrevistas, formales e informales, y observaciones etnográficas realizadas a un subgrupo de 17 madres de las 159 participantes en Popolá, comunidad seleccionada de la zona milpera; y de una ceremonia de hetsmek’ a la que fui invitada junto con el equipo de trabajo. El objetivo es sugerir relaciones entre las etnoteorías y uno de los conceptos centrales de la cosmovisión maya, como es el de almas o entidades anímicas, que ha sido escaso o nulamente estudiado entre los mayas de Yucatán. Estructuro el trabajo ubicando mis resultados en el contexto de los de otros estudiosos de grupos mayas, la mayoría de enfoque etnográfico. Primero describiré brevemente dos conceptos centrales de las etnoteorías parentales: su expresión en prácticas de crianza y su influencia en el comportamiento, para continuar con la descripción y análisis de la ceremonia de hetsmek’ como expresión simbólica de la construcción de los niños como personas.
Etnoteorías parentales
a) Entendimiento
Al igual que en un estudio realizado en otra comunidad milpera de Yucatán, y en la comunidad que trabajé de la zona henequenera, las madres de Popolá me describieron el desarrollo infantil como el despliegue del entendimiento, na’at en maya, que va desde su total ausencia al nacimiento —ma’ tóop’ u na’at, aún no le brota o no tiene abierto su entendimiento—, manifestado en “puro dormir, llorar y comer hacen”, hasta que entre los 10 y 12 años se dan cuenta de las consecuencias de su comportamiento, se responsabilizan de las labores que corresponden a su género y las realizan sin supervisión —yaan u na´at, tiene entendimiento—. Lo describen como un proceso gradual, progresivo y natural que depende de fuerzas internas, innatas (Gaskins 1996, 1999), o como me aclaró una de ellas “así como amanece, así van teniendo entendimiento” (Cervera y Méndez, op. cit.).
Aunque distinguen entre tener y no tener entendimiento, reconocen las habilidades que los niños desarrollan como signos de más entendimiento —por ejemplo, seguir con la vista a la mamá, llorar cuando les dejan solos, pedir lo que les gusta de comer, entender lo que ven, obedecer—. Entre los dos y cuatro meses de edad los niños son capaces de reconocer a sus madres, vocalizar, sonreír, fijar su atención y seguir con la mirada a quienes se dirigen a ellos. Las madres me describieron esta etapa como t’su ho’op’o’ol u yaantal u na’at, que literalmente significa “acaba de comenzar a tener entendimiento”, luego me explicaron que esos comportamientos son intentos de los infantes por responder y comunicarse. Me aclararon que es necesario hablarles para que su entendimiento se desarrolle más rápido, aun cuando apenas comiencen a tenerlo. Entre los tres y cuatro años de edad, las madres me dijeron que los niños ts’u k’ahal u yiik’o’ob acaban de recordar su viento o aliento de vida; las madres me compartieron que a esa edad sus hijos e hijas ya tienen suficiente entendimiento para empezar a darse cuenta de las consecuencias de su comportamiento y aprender las labores del hogar.
Las madres se refirieron al comportamiento de los niños —y en general de las personas— como “modos”, y distinguieron uts u, modos o buenos/bonitos modos, y k’asan u, modos o malos/feos modos. Los niños con buenos modos son respetuosos, obedientes, generosos, no molestan a su mamá, la dejan trabajar, y cuando ya empiezan a contribuir a las labores del hogar lo hacen sin que tengan que decirles. Los niños con malos modos son, por el contrario, groseros, desobedientes, tercos, cicateros —tacaños—, pegan, hacen su genio, es decir, hacen berrinches y “hasta se tiran en el suelo”, no quieren ayudar en las labores del hogar. Señalan que van apareciendo conforme van teniendo más entendimiento y que les viene de los padres o de parientes cercanos, aunque también los pueden aprender de otros niños, especialmente los malos modos, o pueden reforzarse o modificarse con ciertas prácticas de crianza (Cervera y Méndez
Estudios entre mayas tsotsiles (Arias 1975; de León, op. cit.; Gossen 1989; Guiteras 1986; Nash 1970; Vogt 1993), tseltales (Stross 1972) y quichés (Pye 1986) muestran, directa o indirectamente, que el desarrollo también se concibe como entendimiento, pero se le relaciona con una de las entidades anímicas, alma, coesencia o conciencia, que conforma a la persona. Los estudios que mejor documentan las etnoteorías parentales, además de su expresión en prácticas de crianza y cuidado y su relación con el desarrollo del lenguaje, son los realizados por de León en Zinacantán (2001; op. cit.).
Al igual que Arias (op. cit.), encuentran que el proceso de desarrollo se describe como la llegada del ch’ulel o del entendimiento. Se trata de un proceso central en la conformación de la persona mediante el cual los niños co-construyen con sus padres y cuidadoras las competencias cognitivas, afectivas y sociales para participar plenamente en su comunidad cultural. Como lo han descrito otros estudiosos de comunidades tsotsiles ya citados, el proceso involucra la fijación del ch’ulel al cuerpo en el que fue implantado en la etapa fetal por los dioses ancestrales, quienes lo tomaron del depósito de almas de personas fallecidas que guardan en la montaña.
Los padres lo consideran un proceso gradual e innato y distinguen tres etapas: “todavía no tiene alma”, “entendimiento… ya viene el alma”, “el entendimiento… ya tiene alma, entendimiento” (de León, op. cit:58) e identifican su paulatina llegada a través de las habilidades desarrolladas por el niño. Argumento que su carácter innato puede entenderse por el papel que juegan las almas en la vida y destino de los seres humanos (Gossen 1994; López Austin 1989, 1994; Pitarch 1996). El lenguaje es un elemento central de la socialización y signo de madurez e inteligencia. Sin embargo, tanto entre los tsotsiles como entre los tseltales, no solo las expresiones verbales de los niños sino también las no verbales se interpretan como intentos comunicativos; la pronta respuesta a ellos influye en el estado físico y emocional del ch’ulel. Los padres tsotsiles consideran que, entre tres y cinco años, los niños ya tienen la capacidad de darse cuenta de las consecuencias de su comportamiento y aprender las labores del hogar.
En la única etnografía dedicada a las almas o conciencias, como las denomina Pitarch (1996), y sin referirse a los niños más que colateralmente, describe que la persona tseltal posee tres: ave corazón, ch’ulel y lab. Las dos últimas son implantadas en el individuo en la etapa de desarrollo fetal. El lab es heredado del abuelo al nieto, considerado su repuesto en la vida terrenal, aunque su número y tipo —pueden ser personajes, animales, fenómenos naturales u objetos— varía entre uno y trece dependiendo del estatus y poder del individuo. Describe que el ch’ulel se asocia con las emociones y sentimientos, tanto los innatos que caracterizan a la persona como los asociados con estados transitorios. El ch’ulel y, por tanto, los sentimientos residen en el corazón; estos se consideran un tipo de conocimiento que implica recordar algo que ha sido aprehendido previamente. En contraste, la razón, el entendimiento, tienen su asiento en la cabeza y se van adquiriendo a través del aprendizaje sensorial. En el caso del lab señala que ciertos rasgos de la persona, especialmente físicos, guardan relación con el tipo o tipos que poseen.
b) Vulnerabilidad
Las madres de Popolá me explicaron que los niños son especialmente vulnerables a las enfermedades y la muerte en los primeros tres a cuatro años de vida, en particular en el primero, porque “están débiles”. Además de los malos vientos que pueden afectar a niños y adultos por igual, me describieron enfermedades exclusivas de la infancia: el daño al ombligo en la primera semana de vida, hak’olal —susto o enfermedad de puro llorar—, el riesgo de muerte por cierta ave nocturna en los primeros meses de vida, y el mal de ojo, en especial en los primeros tres a cuatro años (Cervera 2007)2. En Chiapas y Guatemala, los padres también consideran vulnerables a los niños durante los primeros años de vida. Sin embargo, la vulnerabilidad se relaciona con la naturaleza fría de los seres humanos al nacer y a la mayor probabilidad de perder el ch’ulel por no estar todavía bien fijado al cuerpo en el que fue recientemente implantado y, aunque al igual que en Yucatán describen los malos vientos y el mal de ojo, su preocupación central es la pérdida del alma (de León, op. cit.; Guiteras, op. cit.; Nash, op. cit.; Pye, op. cit.; Vogt, op. cit.).
Entre los mayas yucatecos, tsotsiles y quichés, madre y niño permanecen recluidos en el hogar después del nacimiento, variando el periodo de encierro entre 15 y 40 días posparto. Aunque el cuidado de los niños pequeños es responsabilidad principal de la madre, participan en esta tarea otros miembros de la familia, especialmente del género femenino: hermanas, tías, abuelas. Los niños son monitoreados constantemente y la interacción entre la madre u otras cuidadoras y el niño pequeño se caracteriza por el contacto físico, la lactancia materna a libre demanda y las respuestas contingentes (Cervera 1994; de León, op. cit.; Pye, op. cit.).
Las madres de Popolá cargan a los niños a los primeros signos de llanto, aun a costa de que se hagan chechones, es decir, lloren constantemente y no las dejen hacer sus labores domésticas. Durante los primeros cinco o seis meses de vida envuelven a los infantes para dormir, bastep’, y evitar que se asusten y enfermen de hak’olal. Para proteger a los niños del mal de ojo, les colocan amuletos elaborados con semillas de ramón, ox en maya, Brosimum alicastrum, entre otros elementos, y evitan que los niños se acerquen a personas extrañas o que estas se les arrimen (Cervera, op. cit.). Pronto ellos mismos las evitan y el aprendizaje se refleja en una frecuencia significativamente mayor de respuestas iniciales de alejamiento frente a desconocidos que la encontrada en los niños de la comunidad estudiada en la zona henequenera. Las madres de Popolá interpretan esta respuesta como miedo, en contraste con las de la comunidad henequenera que la ven como vergüenza y, además, no manifiestan gran preocupación por el mal de ojo (Cervera y Méndez, op. cit.). Esta diferencia muestra cómo se construye culturalmente el significado de un comportamiento que ha sido observado entre los 10 y 18 meses en niños de muy diversas comunidades culturales, el miedo a personas extrañas (Sroufe 1977), así como la influencia que pueden tener los procesos de integración a la sociedad nacional entre poblaciones de una misma comunidad cultural.
Entre los tsotsiles, la importancia del cuidado y fortalecimiento del ch’ulel se expresa desde el alumbramiento, “amarrando” al recién nacido para que no huya; poniendo a los niños collares de ámbar para prevenir el mal de ojo; previniendo que se caigan o tropiecen y realizando una serie de acciones para recuperar su alma si esto sucede (Guiteras, op. cit.), recurriendo a rutinas verbales de provocación de miedo, vergüenza y enojo que, también, guían el aprendizaje de la expresión y manejo de las emociones (de León, op. cit.).
Para ayudar a que los niños desarrollen el lenguaje, en Yucatán se desenrolla el fruto del sutup, Helicteres baruensis Jacq., sobre la lengua del pequeño o se le da a beber la primera agua que se extrae de un pozo recién abierto. Los tsotsiles le dan de comer al niño las migas que caen del pico de un loro para corregir problemas del habla (Guiteras, op. cit.). Aprenden a través de la participación y observación, más que a partir de la instrucción verbal directa como se observó en el aprendizaje del uso del telar de cintura entre niñas de Zinacantán (Greenfield 2004). Participan desde muy temprana edad en complejas interacciones poliádicas y diádicas a partir de las que incorporan, a través del lenguaje, la manera zinacanteca de ser y orientarse en el espacio y en y con la comunidad cultural (de León 2001; , op. cit.), o aprenden a atender varios eventos de forma simultánea como sus madres entre los tzutuhiles de Guatemala (Rogoff, Mistry et al. 1993).
También los padres ayudan al aprendizaje de sus hijos mediante acciones simbólicas. Entre los tsotsiles (Guiteras, op. cit.) y los tzutuhiles (Paul y Paul 1975), la partera presenta o pasa por las pequeñas manos del recién nacido una serie de objetos de acuerdo con su género. Entre los mayas de Yucatán se realiza una ceremonia llamada “hetsmek’”, durante la cual se carga al neonato por primera vez de la manera tradicional maya yucateca, a horcajadas en la cadera o hetsmek’. No obstante que la ceremonia varía según los entornos ecológicos y al interior de éstos, cuatro elementos son comunes: a) los padrinos; b) a los tres meses a las niñas las pasan por las tres piedras del fogón y a los cuatro meses los niños pasan por las cuatro esquinas de su milpa; c) la noción de que al abrir por primera vez sus piernas al ser cargados en hetsmek’ será capaz de caminar rápido, es decir, que hará su trabajo con prontitud y bien; d) la presentación de objetos al infante de acuerdo con su género —coa, sabucan, machete a los niños; ollas, hilo, agujas a las niñas; lápiz, cuaderno, libro a ambos—, como también lo hacen tsotsiles y tzutuhiles. Además de ser la ceremonia más practicada entre la población maya de Yucatán, incluso por quienes viven en comunidades donde son minoría, así como por profesionales de clase media que residen en la ciudad de Mérida y quienes emigran a los Estados Unidos (Bracamonte, Lizama et al. 2005; Fortuny 2004; López S. 2006); también es practicada por los lacandones, quienes la nombran mekik utiar, y por los chontales de Tabasco, quienes la llaman xek-meke (Boremanse 1998; Villa Rojas 1985).
El hestmek' de Imelda
Imelda era una niña de cuatro meses de edad. Fue su madrina, participante en el estudio, quien con gran entusiasmo y orgullo invitó al equipo al hetsmek’ de la pequeña3.En las entrevistas etnográficas y en las pláticas informales durante la ceremonia, los padres explicaron que se lleva a cabo para que los niños crezcan abusados, utia’al ka ch’íihlo’ob le paalalo’ob áabusados, en otra versión utilizaron la expresión: utial ka’ k’ahak yiik’o’b seeb, que literalmente significa “para que recuerden rápido”, aunque los padres bilingües lo tradujeran como “para que sean más abusados”. Asimismo me explicaron que el hetsmek’ también sirve para que utia’al u chich u xíimbal, caminen rápido. Cuando llegamos, la madrina de Imelda ya había colocado una mesa en el solar frente a la puerta trasera de la casa, sobre ésta fue colocando una vela, una jarra de horchata, varios vasos, algunos con horchata y uno con ron, una pequeña imagen de San Martín de Porres y tres tipos de alimento cuyo significado nos explicó de forma similar que las madres a quienes entrevistamos
Los alimentos: a) k’ah, pinole, para que recuerde su memoria, utia’al u k’ahal u memoria; para que recuerde, utia’al u k’aha ti’, y utia’al u k’ahal u yiik’, literalmente “para que recuerde su viento, hálito”; que los padres bilingües tradujeron “para que sean inteligentes o abusados”. El pinole era de maíz blanco y maíz amarillo. b) xtop’, pepita gruesa de calabaza, ka’, Cucurbita argyrosperma, para que así como se abre cuando la tuestan en el comal así se abra su habla fácil, alegre, sus palabras broten, muchas cosas broten de su pensamiento, jex bey kun wak’lo’ob kan ak’eek ti’ le xamacho’, bey kun noh t’aan, chéen ch’aabil, ki’mak óol, bey kun tóop´ u t’aano’ob; utia’al u xik u tuukul ya’ab ba’alo’ob. c) chakbil he’, huevo duro para que se abra su pensamiento, utia’al u he’kal u tuukul; se abra su inteligencia, ku he’kal u inteligencia, y para que aprenda muchas cosas, utia’al u kanik ya’ab ba’alo’ob.
Al llegar, la madrina nos mostró la mesa en el solar y nos invitó a sentarnos dentro de la casa. Poco después arribaron Imelda y sus padres. La pequeña vestía hipil y estaba dormida, por lo que la ceremonia hubo de esperar a que despertara (figura 2). Cuando lo hizo, su madrina la llevó a otra habitación donde la vistió con un vestido verde, uno de los regalos de hetsmek’ que le hicieron ella y su esposo. Al regresar, la madrina entregó la pequeña Imelda a su madre y la ceremonia dio comienzo.
El tío de la madrina fungió como rezador. Inició la ceremonia dirigiendo el rezo con un Padrenuestro y tres Avemarías, parado inmediatamente frente al altar junto con Imelda, sus padres y padrinos (figura 3). Algunos invitados nos situamos atrás de ellos. Al terminar el rezo, la madrina cargó a Imelda y junto con su esposo siguió a los padres hacia el solar. Detrás fuimos los invitados. Una vez frente a la mesa4, la madrina cargó por primera vez a Imelda en hetsmek’ sobre su cadera izquierda e inició la primera de nueve vueltas, recorridas en sentido contrario al giro de las manecillas del reloj, alrededor de la casa, utilizando las puertas delantera y trasera para entrar y salir por ellas, y regresar a su punto de partida frente a la mesa.4 Durante el recorrido la siguieron un grupo de niños de ambos géneros, siendo niñas la mayoría. Cada vez que regresaba a su punto de partida frente a la mesa tomaba un poco de pinole y huevo duro, y le daba una pequeña probada a Imelda.
Figura 3. Momentos antes del inicio del hetsmek’. De izquierda a derecha, el tío de la madrina que fungió como rezador, los padrinos de Imelda con uno de sus hijos, Imelda y sus padres. Imelda ya viste la ropa y accesorios que sus padrinos le regalaron (fotografía M. D. Cervera).
No le ofreció pepitas pues por su edad no podía comerlas. Estas fueron consumidas por la madrina y el grupo de niños que la seguían.
El rezador, que se sentó en el lado opuesto de la mesa, llevaba la cuenta de cada vuelta con semillas de cacao que traía en su mano e iba colocando sobre aquélla (figura 4). Al término de sus nueve vueltas, la madrina le entregó la niña a su esposo, el padrino, quien la cargó en hetsmek’ en su cadera derecha y repitió las acciones de la madrina (figura 5). Él debería hacer los circuitos en el sentido del giro de las manecillas del reloj, recorriendo la casa por el lado contrario al que lo hizo la madrina, pero debido a lo estrecho del espacio entre aquélla y la albarrada, y la falta de iluminación, lo realizó en el mismo sentido que la madrina.
Figura 4. La madrina se dispone a darle pinole y huevo duro a Imelda en una de las paradas frente a la mesa. A la izquierda se ve al rezador, a la derecha se aprecia a algunas niñas que siguieron a los padrinos durante sus circuitos (fotografía M. D. Cervera).
Al terminar sus nueve vueltas, el padrino entró a la casa junto con la madrina, los padres, el rezador y algunos de los invitados. Allí, nuevamente frente al altar, rezamos un Padrenuestro y tres Avemarías. Cuando terminamos el rezo, el padrino entregó a Imelda a su padre al tiempo que le decía que ya había cumplido su promesa de hacerle hetsmek’. El padre la tomó en sus brazos y se la entregó a la madrina, quien a su vez la entregó a su madre repitiendo las palabras que había pronunciado el padrino. Con esto la ceremonia finalizó, a continuación sirvieron pinole, huevo duro y horchata a todos los invitados. El rezador repartió a cada uno de nueve de nosotros una de las semillas de cacao por cada vuelta y nos advirtió que la guardáramos o comiéramos porque significaba el dinero de la niña, así aprendería a ganarlo y ahorrarlo.
Figura 5. El padrino en una de las vueltas. Detrás de él se ven algunos niños que siguieron a los padrinos (fotografía M. D. Cervera).
Me extrañó la ausencia de los objetos que tradicionalmente se les muestran a los niños según su género. Al preguntar a la madrina la razón me contestó que se les olvidó, también me explicó, como ya lo habían hecho otras madres participantes, que debió haber puesto en la mesa la imagen de una Virgen por tratarse de una niña, pero que solo tenía la de San Martín de Porres. Sin embargo, estas variaciones por olvido y carencia no le preocuparon, pues se había cumplido con todo lo demás.
El hestmek' y la construcción de los infantes como personas
La ceremonia de Imelda es similar a las descritas en la década de 1930 en Chankom, Yucatán (Redfield y Villa Rojas 1990), y Tusik, Quintana Roo (Villa Rojas 1987); más recientemente, en la década de 1980, en varias comunidades milperas de Yucatán (Romero de Nieto 1986)5. A diferencia de las interpretaciones de estos autores sobre el significado de la ceremonia, propongo que debe contemplarse como la expresión en las etnoteorías parentales del papel que juegan las entidades anímicas y la agencia humana en la construcción de los niños como personas.
En la tradición maya, como en la mesoamericana en general, las entidades anímicas: almas, coesencias, esencias o conciencias, definen a la persona y determinan su destino. No obstante, también están sujetas a la agencia concreta y simbólica de los seres humanos y de los seres extramundanos, para bien y para mal. Así, el hetsmek’ representaría una forma de agencia humana ejercida por los padres con la motivación de influir en la construcción de los niños como personas y en la que las acciones de los padrinos funcionarían como sus vehículos, sus mediadores. Aquí me centraré en los alimentos y el circuito de nueve vueltas.
En la península de Yucatán se ha documentado ampliamente el alma denominada pixan. Se refiere al alma de los muertos, aquella que abandona el cuerpo al morir y se la recuerda y alimenta durante su retorno anual en noviembre —hanal pixan, comida de las almas— (Redfield 1941; Ruz 2003; Villa Rojas 1987). En forma por demás breve, Hanks (1990) describe dos atributos del ser humano que permiten a este interactuar con el mundo: a) ool, que se refiere a voluntad y capacidad de participación intencional. Se relaciona con el sentido común y los estados emocionales, y se ha traducido como corazón, voluntad, energía, espíritu; b) ik’, que se refiere al aliento y animación, en el sentido de “vida”, así como a tomar, adquirir conciencia; se relaciona con responsabilidad y caer en cuenta en la frase k’ah ik’ (Barrera Vázquez, Bastarrachea M. et al. 1991; Bricker, Po'ot Y. et al. 1998), que se ha traducido como viento, aliento, vida, espíritu, respiración. En su acepción de viento, ik’ ha sido extensamente descrito como causante de enfermedad —k’ak’as ik’, mal viento— y en menor medida como fenómeno natural; en forma de remolino como manifestación de personas muertas, el remolino de los espíritus, mozo ik’: de infantes y abortos enterrados sin bautizar, bocol och; y de quienes en vida tuvieron relaciones sexuales con parientes políticos, nohoch moson; como dueño —o dueños, pues se señala que son tres— del santo sarampión y del santo tosferina —santo ik’ o viento de las pixano’ob, almas de niños muertos de sarampión o de tosferina (Cervera 2007; Redfield y Villa Rojas, op. cit.; Ruz, op. cit.).
Más allá de la similitud fonética entre las palabras que designan los alimentos ofrecidos durante el hetsmek’ a los infantes y las funciones cognitivas que se desea propiciar (Redfield y Villa Rojas, op. cit.; Romero de Nieto, op. cit.; Villa Rojas, op. cit.), es necesario considerar que el alimento es un elemento central de comunicación entre los seres humanos y extramundanos en rituales agrícolas —por ejemplo, el ch’a chaak en Yucatán—, terapéuticos —el k’ex o intercambio de entidades anímicas para evitar que muera el enfermo, practicado en todo el área maya—, y en la relación con los muertos —por ejemplo, hanal pixan en Yucatán.
En el hetsmek’, k’ah o pinole se asocia con memoria y recordar. Una de las formas utilizadas para expresar esta asociación fue k’ahal u yiik’, frase que las madres también emplearon para caracterizar la etapa entre los tres y cuatro años en que los niños ya son capaces de empezar a entender, es decir, empezar a darse cuenta de las consecuencias de su comportamiento —sus modos— y a aprender las labores del hogar, tsu k’ahal u yiik’o’ob. Literalmente, k’ahal u yiik’ significa “recordar su viento, su aliento”, y se utiliza como expresión idiomática para referirse a recordar algo que se había olvidado (Miguel Güemez, comunicación personal, 13 de enero de 2007). Guarda relación con k’ah ik’, que se traduce como “responsabilidad y darse cuenta” (Barrera Vázquez, Bastarrachea M. et al. 1991; Bricker, Po'ot Y. et al., op. cit.). Por tanto, el pinole sería el vehículo para que los niños pudieran recordar uno de los atributos que les permitiría constituirse en personas: la responsabilidad que, de acuerdo con las etnoteorías de los padres, puede interpretarse como ser respetuoso, generoso y trabajador. Xtop’, la pepita, se utiliza para propiciar que se abra, tóop’, el habla y broten las palabras, se abra el pensamiento y surjan muchas cosas, es decir, ideas (ibid.). Chakbil he’, huevo duro, se utiliza también para abrir, he’, el pensamiento, tuukul, y la inteligencia, pero en este caso se abre para propiciar el aprendizaje del niño. De esta manera, la semilla de pepita y el huevo duro funcionarían como vehículos que contribuiría a completar la constitución del niño en persona en el ámbito cognitivo a través del desarrollo del lenguaje, el aprendizaje y el pensamiento.
Los circuitos que los padrinos recorren con el infante nos remiten a otro elemento central de los rituales mayas. Al igual que lo observado en el hetsmek’ de Imelda y lo expresado por las madres entrevistadas, el único o el primer circuito de las ceremonias se recorre en sentido contrario al giro de las manecillas del reloj, siguiendo en forma real o simbólica una secuencia este, norte, oeste y sur que finaliza en el centro. Es decir, sigue la dirección que equivale horizontalmente al ciclo diario y al ciclo anual del Sol. Entre las direcciones del cosmos, el este es la más importante, pues por ahí emerge el Sol después de su recorrido nocturno por el inframundo. A este sentido se le nombra a la derecha por la primacía de la mano derecha. El recorrido tiene como propósito delimitar o atar el espacio ritual y abrir un camino entre la tierra y las direcciones del cosmos para establecer un espacio de comunicación con los seres extramundanos que ahí residen. En diversas ceremonias se realiza un segundo circuito pero en el sentido de las manecillas del reloj, siguiendo una secuencia inversa a la del primero o a la izquierda en maya, con lo que se cierra el camino y se desata el espacio ritual (Gossen, op. cit.; Hanks, op. cit.; Sosa 1985; Vogt, op. cit.). Romero de Nieto (op. cit.) describe que el primer circuito del hestmek’ se recorre en el sentido de las manecillas del reloj y el segundo en sentido contrario, y sirve para deshacer las vueltas pero no ofrece ninguna interpretación, aunque pareciera que el significado del sentido de los circuitos es el contrario a lo reportado por otros. Redfield y Villa Rojas (op. cit.) no mencionan la dirección seguida en Chankom ni tampoco Villa Rojas (1987) lo hace en el caso de Tusik.
En la ceremonia de Imelda, así como también de acuerdo con las madres entrevistadas en Popolá y la descripción de Redfield y Villa Rojas (ibid.), cada padrino recorre nueve veces el circuito, independientemente del género del niño. Romero de Nieto (op. cit.) refiere que el recorrido es de nueve vueltas cuando se trata de una niña y de trece cuando es niño, y relaciona la diferencia con los nueve pisos del inframundo y su carácter femenino, y con los trece pisos del cielo y su carácter masculino. Villa Rojas (op. cit.) observa un solo circuito. La costumbre de realizar nueve circuitos en el hetsmek’, primero en sentido contrario al giro de las manecillas del reloj y después en el sentido de su giro, puede entenderse a partir del significado del ciclo solar como camino, y la apertura y cierre del espacio ritual como medio de comunicación con seres extramundanos. Al igual que el ciclo solar, el destino de los individuos es considerado un camino y su apertura representa un signo de posibilidad (Hanks, op. cit.). Por tanto, la secuencia de las direcciones seguidas y el número de vueltas podría interpretarse como un acto comunicativo con una entidad anímica con el objeto de abrir el camino, el destino del niño hacia la posibilidad de que su entendimiento se desarrolle en la dirección simbolizada por los alimentos, los objetos presentados y la forma de cargar al niño, siguiendo el camino del Sol que cotidianamente emerge de su recorrido nocturno por el inframundo para continuar hacia el cielo y sumergirse nuevamente en aquél cuando el ocaso. Como en otras ceremonias, la comunicación se cerraría con los nueve circuitos en el sentido del giro de las manecillas del reloj. En su estudio sobre la cosmovisión maya yucateca, Sosa (op. cit.) hace una descripción breve del hetsmek’ en una comunidad milpera que coincide con la observada y referida por las madres en Popolá. Señala que la secuencia de las direcciones de los circuitos —en contra y en el sentido de las manecillas del reloj— en ésta y otras ceremonias obedece al orden del cosmos establecido por Dios, identificado con el Sol.
Al mismo tiempo, el hetsmek’ contiene elementos que evocan el génesis maya. El cosmos fue creado por virtud del diálogo entre los Creadores y Formadores, quienes le dieron forma de quincunce con tres niveles: cielo, tierra e inframundo; utilizando tres piedras en el centro y delimitando sus cuatro direcciones con una soga, como hoy es recreado en la edad a la cual se les hace hetsmek’ a las niñas y a los niños y en el recorrido de los circuitos. Desde el inicio de la creación del mundo, los Creadores y Formadores tenían planeado el destino del ser humano, es decir, la construcción de la persona. Sin embargo, no fue sino hasta poco antes del amanecer y después de tres creaciones fallidas que los Creadores y Formadores lograron su objetivo al encontrar la comida que formaría el cuerpo y proveería de alma, de entendimiento a los seres humanos, a las personas verdaderas para que fueran capaces de recordarlos, invocarlos y alimentarlos. Y la comida fue maíz blanco y maíz amarillo, que Xmucané molió nueve veces (Freidel, Schele et al. 1993; Recinos 1996; D. Tedlock 1996), misma que hoy es utilizada en el hetsmek’ para recordarle al niño su responsabilidad.
Así los padres, ayudados por los padrinos, contribuyen simbólicamente a la construcción de los niños en personas al abrir el camino, el destino; esto es, la posibilidad de que desarrollen su entendimiento y, por tanto, recuerden su responsabilidad de ser respetuosos, generosos, rápidos y buenos en su trabajo, capaces de pensar, aprender y hablar correctamente.
Etnoteorías parentales y construcción de los niños mayas de Yucatán como personas
El estudio de las etnoteorías parentales sobre el desarrollo del entendimiento y su expresión en la acción concreta y simbólica de los padres mayas de Yucatán también abre un camino de nuevas preguntas sobre la construcción del significado de la persona y, en general, del resto de las comunidades culturales mayas de México y Centroamérica. Las etnoteorías de las madres de Popolá muestran que los significados de ik’ son más amplios que los hasta ahora reportados en la literatura de los mayas yucatecos.
Ik’ ha sido identificado como alma viviente o aliento sagrado en inscripciones mayas que datan al menos del Clásico, aunque sus raíces se sitúan en la cultura olmeca, y se relaciona con el dios del viento (Houston y Taube 2000; Taube 2001, 2005). Se le ha identificado como entidad anímica entre los tsotsiles hasta el siglo XVII (Ruz, op. cit.). Pitarch en nota de pie de página (op. cit., p. 82) refiere que en el siglo XVI, entre los cuatro términos tseltales relacionados con el de alma se encuentran, ch’ulel —suerte, dicha, ventura—, pixan —espíritu, probablemente el de los muertos— e ik’ —viento, aire, huelgo y relacionado con dejar de resollar—. Entre los mayas yucatecos se le identificó como alma hasta el siglo XVII (Chávez Guzmán 2002, 2004), además de sus acepciones viento, aliento, espíritu. Desde finales del siglo XVI se documenta su relación con memoria y caer en cuenta (Barrera Vázquez, Bastarrachea M. et al. 1991); actualmente se le refiere como fuente de enfermedad bajo la forma de mal viento (Cervera 2007; Redfield y Villa Rojas, op. cit.), como destino de ciertos individuos al morir bajo la forma de remolinos de viento (Cervera, ibid.; Ruz, ibid.) o de dueño o dueños del santo sarampión y el santo tosferina (Cervera ibid); se le describe como atributo que contribuye a asumirse concientemente como persona (Hanks, op. cit.) y se le relaciona con responsabilidad (Barrera Vázquez, Bastarrachea M. et al. 1991; Bricker, Po'ot Y. et al., op. cit.).
Las madres de Popolá lo relacionan con el proceso de desarrollo, es decir, del despliegue del entendimiento, al describir la capacidad que alcanzan los niños entre los tres y cuatro años de edad para empezar a darse cuenta y responsabilizarse por su comportamiento —modos— y aprender a trabajar. En el contexto simbólico del hetsmek’, le asignaron el significado de inteligencia, y el pinole se utilizó para ayudar a los niños a recordar su responsabilidad, aunque literalmente se refiere a recordar su viento, su aliento vital. El propósito de su uso y el de los otros dos alimentos apuntan a un conjunto de habilidades y comportamientos, en resumen, de formas de ser persona, que junto con el resto de los elementos de la ceremonia y la caracterización que hacen las madres del desarrollo infantil y los buenos y malos modos evocan aquellas que los Creadores y Formadores buscaron desde que acordaran la creación del cosmos y del ser humano y lograron al utilizar pinole de maíz blanco y amarillo. Me refiero a “hacer unos seres obedientes, respetuosos, que nos sustenten y nos alimenten” (Recinos, op. cit.: 27) y no como los animales que “no se pudo conseguir que hablaran” (ibid, p. 26), el ser de lodo que “al principio hablaba, pero tenía entendimiento” (ibid, p. 28) o los seres de madera que “no tenían alma, ni entendimiento, no se acordaban de su Creador, de su Formador; caminaban sin rumbo y andaban a gatas” (ibid, p. 29).
Concluyo señalando que aún falta mucho trabajo para entender los distintos significados no solo de ik’ sino también de ool, atributos que permiten a las personas mayas yucatecas relacionarse con el mundo. Quedan abiertas diversas preguntas, por ejemplo, ¿ik’, ool y pixan forman parte de un complejo de entidades anímicas?, ¿los mayas yucatecos los conciben como tales?, ¿cómo se caracterizan los procesos psicológicos atribuidos a ik’ y a ool?, ¿qué relación guardan con los conceptos pasados y los que mantienen otros grupos mayas?, ¿existe la idea de dos formas de conocer, la del corazón y la de la cabeza, como entre los tseltales?, ¿qué implicaciones tienen en las formas de aprendizaje de los niños?
Las respuestas a estas y otras preguntas contribuirían en el enriquecimiento del conocimiento universal y en desarrollar un diálogo intercultural en la medida en que cuestionan nuestros presupuestos o, mejor dicho, etnoteorías sobre el ser humano y la persona. Una manera de aproximarse todavía poco explorada es el estudio de las etnoteorías y prácticas parentales que, como muestro aquí, me permitieron acceder a significados no reportados para ik’, y que las madres construyen para interpretar los significados del desarrollo del entendimiento y guiar su acción cotidiana con sus hijos.
Este material aparecío publicado en: Revista Pueblos y Fronteras digital Núm. 4, Dic. 2007 – Mayo 2008. La Noción de Persona en México y Centroamérica http:// www.pueblosyfronteras.unam.mx . Centro de Investigación y de Estudios Avanzados del IPN. Unidad MéridaRegresar
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